EL “HORIZONTE PLURINACIONAL” EN LA NUEVA GEOPOLÍTICA POST-OCCIDENTAL
EL “HORIZONTE PLURINACIONAL” EN LA NUEVA GEOPOLÍTICA POST-OCCIDENTAL
“La patria es el Otro”
Nicolás Maduro
Por Rafael Bautista S.
La
significación real de los conceptos no es algo que se defina
teóricamente. El típico proceder académico hace de la definición, lo
abstraído del movimiento real de un algo que sólo, vía disección, es
integrado al compendio disciplinar; por eso tenemos un montón de
analistas, cuyos análisis no pasan de la pura representación. En esto
consiste la “razón perezosa” de las ciencias sociales y su conformismo
descriptivo de la realidad. Precisamente por no saber ascender
metodológicamente de lo abstracto a lo concreto, es que los conceptos
no comparecen ante lo moviente de la propia realidad; porque la
significación real de los conceptos no es resultado de una abstracción
sino del cómo ese algo determina y es, a su vez, determinado en su
movimiento real. Eso es más que evidente en la reflexión geopolítica.
En
términos estratégicos, lo decisivo no es la descripción –ni siquiera
pormenorizada– de una situación, tampoco la predictibilidad basada en
datos pasados (a eso se dedican los académicos); la anticipación de las
consecuencias de los hechos políticos, que es lo que interesa al
análisis estratégico, no es fruto de la información habida sino de un
conocimiento anticipatorio (no se trata de predecir lo que va a pasar
desde lo que ya ha pasado, eso nunca ha funcionado, sino de otorgarle
direccionalidad positiva al devenir político).
La
reflexión geopolítica actual puede mostrarnos los alcances demasiado
limitados del conocimiento disciplinar que ostenta todavía el mundo
académico. El propio Imperio puede prescindir de la producción
académica, porque el conocimiento que le interesa se realiza en los
think tanks, donde se debaten los temas cruciales. Por ello es
sintomático advertir cómo el mundo académico se ha quedado siglos atrás
y no puede ni siquiera advertir en qué clase de mundo nos encontramos.
En
ese sentido, la tematización de lo que significa un “horizonte
plurinacional” pasa por el reconocimiento de que no se trata de un
nivel de reflexión homologable al análisis empírico. La confusión de
esto ha llevado al ámbito académico a la total incomprensión de
referentes utópicos, como el “vivir bien”, o la descolonización como
reflexión metodológica trascendental o el Estado plurinacional como
superación “desde abajo” del Estado moderno-liberal.
Haciendo
una recapitulación epistemológica de la pertinencia de la reflexión en
torno a los referentes utópicos o “modelos ideales”, sobre todo en un
contexto de transición civilizatorio global, cabe destacar el cómo las
ciencias sociales, al no saber integrar la dimensión utópica en el
análisis de la realidad, se quedan con una pura empiria en cuanto
consagración de lo-que-hay, lo establecido; dejando de lado horizontes
de posibilidad que amplifican la propia realidad y sus márgenes de
objetividad. La realidad no se reduce a lo-que-hay sino que,
lo-que-no-hay, nos sirve para des-fetichizar el orden dado, en todos
sus sentidos y, de ese modo, trascender epistemológicamente la realidad
en cuanto sistema cerrado.
Destacar
horizontes de posibilidad utópica no es una simple descripción sino
oponerle a la inercia inmanente del presente político una nueva y
trascendental direccionalidad histórica. En esto consiste lo político
del conocimiento y esto es lo que significa pasar de la interpretación
a la transformación.
La
apuesta por la transformación es ya la superación de la mera
resistencia y se manifiesta en la producción de la “autoconsciencia
anticipatoria” que hace de un pueblo sujeto trascendental (si la
resistencia puede explicitarse como la imposibilidad de inclusión
positiva al sistema, no es todavía la producción de un horizonte
alternativo que trascienda definitivamente la realidad dada).
En
el caso del “horizonte plurinacional”, se trata de una restauración
epistemológica del fundamento que, como sustancia liberadora, se halla
presente en toda la historia de liberación de lo que, en Bolivia, se
conoce como lo “nacional-popular”. El mismo René Zavaleta es preciso al
afirmar que la forma de ingreso del campesinado nacional a la vida
política es la defensa de la “forma comunidad”. Todo “retorno” a esta
“forma” es lo que siempre ha dado cuenta del “máximo de disponibilidad
común” que generó en el pueblo su capacidad de trascendencia histórica.
Por
eso no se trata de un “retorno” en los márgenes temporales de la
linealidad histórica moderna sino una re-conexión con
lo-suyo-propio-de-sí de un pueblo cuya historia no es algo pasado sino,
lo que le enfrenta siempre como horizonte político; es decir, la
temporalidad indígena describe más bien un carácter circular que hace
de la vivencia histórica la afirmación continua de una procedencia
siempre resignificada. Es lo que se llama la “antigüedad sagrada”.
Sólo
la fragmentación (el recorte temporal inmediato) de esta vivencia, hace
aparecer en la experiencia un avance de carácter lineal; es decir, la
idea moderna del tiempo recorta la propia experiencia histórica,
haciendo de ésta una mera sucesión progresiva de carácter inmanente. En
contraposición, el concepto de “antigüedad sagrada” no pretende
describir algo pasado sino la referencia mítica de una historicidad que
en el “retorno” se proyecta siempre como recreación constante de
horizontes de sentido. A lo que se “retorna” es al fundamento, para
renovarlo y actualizarlo ante los retos del presente. Ese fundamento ha
sido siempre aquella insistencia que las luchas indígenas han
actualizado para interpelar a todo el carácter satelital del Estado
colonial.
La
“forma comunidad” es la pervivencia de ese fundamento que destaca lo
más genuino de la lucha popular y es lo que ha asegurado siempre su
base profundamente democrática. Esto es lo que, como lo histórico
trascendental, da razón de un “horizonte plurinacional” como la nueva
posible fisonomía estatal en un nuevo orden post-occidental.
No
es lo-que-hay lo que constituye lo real de lo político de la existencia
sino precisamente lo-que-no-hay. Solo desde esa dimensión utópica es
que lo político no se reduce al realismo espurio de la “real politik”.
Los verdaderos realistas no son los que se someten a la realidad dada
sino los que amplifican ésta y le introducen horizontes epistémicos de
posibilidad utópica: no miramos al mundo como lo que es, lo miramos
como lo que somos.
Entonces,
si la transición civilizatoria nos impele a colegir qué hay detrás de
los planes de sobrevivencia del orden imperial, también nos desafía a
encontrar márgenes de disuasión estratégica en la nueva recomposición
geopolítica del siglo XXI. Puede decirse que la estrategia de la
globalización consistía, entre otras cosas, en la demolición
sistemática de la soberanía de los Estados; por eso jurídicamente se
fue consolidando, por mediación de los tratados comerciales, al nuevo
sujeto de derechos supra-nacional.
El
poder financiero se encargó de proponer jefaturas jurídicas
supra-nacionales en todos los acuerdos de integración política y
económica; de tal modo que los Estados aparezcan como simples garantes
de una negociación exclusiva entre capitales globales. Desde que
aparece el concepto de “lawfare”, Washington ha estado exportando esta
nueva visión jurídica a Latinoamérica (bajo el pretexto de lucha contra
con la corrupción), poniendo de moda el realismo jurídico y el
neoconstitucionalismo en las facultades de derecho; y es de destacar
que la famosa judicialización de la política es una de las
consecuencias del realismo jurídico que propaga, además, el componente
del análisis económico del derecho (enfoque legal que proviene de la
Escuela de leyes de Chicago). El “lawfare” es la expansión del nuevo
concepto de guerra (patrocinado por las guerras de cuarta generación)
hacia otros ámbitos, como el jurídico. Sin que nadie lo declare, nos
encontramos ya en un estado de guerra naturalizado que precisamos
desmontar para darnos cuenta a lo que actualmente nos enfrentamos.
Desde
la diseminación de las “guerras de cuarta generación”, el propio
concepto de guerra ha quedado obsoleto, llegando a amplificar no sólo
la clásica distribución de las “divisiones” sino resignificando a éstas
(sus alcances y propósitos) desde la aparición de la cibernética y, más
aún, con la inminencia de la inteligencia artificial. El concepto de
“guerra híbrida” acopia toda esa actualización para hacer de la guerra
un conflicto sin fin, lo cual pareciera un sinsentido dado que se
supone que la guerra siempre tiene un propósito que la excede. El
problema de éste que ya figura como un ingenuo optimismo es el contexto
en que hace nicho el desarrollo de la “guerra híbrida”, esto es, el
actual mundo de la post-verdad. Una guerra híbrida no podría desatarse
en otro contexto, o sea, precisa de una radical relativización de todos
los parámetros éticos y morales para diseminar todas sus consecuencias.
Es en ese contexto que adquiere todo el dramatismo que significa una
guerra como conflicto sin fin. Es decir, la guerra híbrida sería la
radicalización de un estado de caos imperante que no se atreve a
declararse como lo que es. Por eso desata un conflicto sin fin, que es
el caos en su máxima expresión.
Esto
quiere decir que la doctrina del “caos constructivo” es la constatación
de una situación promovida como contexto del concepto nuevo de guerra,
es decir, del caos se produce una naturalización del conflicto,
mediante una sistemática intervención en la producción de opinión
pública, cooptando todo el espectro comunicativo en la nueva fisonomía
bélica. La guerra se hace multidimensional y abarca todos los ámbitos
de la vida humana y esto se logra penetrando en la subjetividad social,
de modo que el caos externo sea interiorizado como detonante permanente
de un conflicto sin fin.
Los
Estados-objetivo de esta nueva clase de guerra sólo atinan a considerar
la hibridez como la heterogeneidad de los métodos que se usan. Pero la
hibridez no es un adjetivo en esta clase de guerra sino lo que
sustantiviza a esta nueva clase de guerra. Ya no se trata de lo unívoco
de la guerra convencional sino de la subsunción sistemática de todo,
hasta la paz, como mediación bélica. A esto conduce un mundo donde los
parámetros del bien y el mal se hallan tan relativizados que todo cae
en la lógica del conflicto.
El
primer e inevitable ámbito donde esto se manifiesta es en el político.
Desde la reducción de la política a mera ingeniería pública o
administración gubernamental, asistimos a la continua pérdida de
racionalidad práctica y la consecuente despolitización de la vida
pública. Esto que pareciera halagüeño, dada la creciente inmoralidad de
la vida política, sólo conduce a la devaluación del factor
argumentativo en toda contienda pública.
Esto
quiere decir que la “guerra híbrida” no es en ningún caso una nueva
ofensiva a la cual se pueda oponer un poder disuasivo. En una guerra
híbrida nadie podría decir cómo empieza sólo constatar que ya nos
encontramos en medio de ella. En ese sentido, la activación no opera de
modo lineal; se trata más bien de la constatación de un rodeo que, lo
que activa, es una situación sin salida posible, por eso puede producir
un literal desangramiento (como ya lo vimos en Medio Oriente): cuando
se desata la fase militar, no parece haber fines prácticos ni un
pretendido remplazo del poder; en tal caso, la “guerra híbrida” no es
operada según las expectativas de un golpe clásico. Los golpes
pertenecían a un contexto de guerra fría. A lo que asistimos es a la
decadencia del llamado “mundo libre”, es decir, al fin de una
civilización, en cuya caída, el Imperio provoca la caída de todos los
parámetros éticos y vitales que hacen imposible cualquier restauración
futura.
Por
eso hasta el derecho internacional se desnuda como la legitimación del
derecho de conquista que impone el vencedor. Esto nos posibilita una
revisión arqueológica del concepto de derecho liberal, para descubrir
en éste la formalización de los prejuicios modernos que emanan del
laboratorio de dominación exponencial que desata el centro geopolítico
global desde 1492. Activar la guerra como conflicto sin fin es posible
gracias a la naturalización de la injusticia y desigualdad que produce
la modernidad en cuanto vida política, expresado en el concepto de
Estado liberal.
Pero
en la actual geopolítica imperial, el leviatán hobbesiano es ahora
reducido a los Estados particulares dejando incólume el poder real
global que pretende un orden mundial a la medida del capital
financiero. Con la diseminación de la idea de los nuevos movimientos
sociales, desde los sesentas y desde Francia, no sólo se fragmenta al
bloque popular sino que toda la lucha se reduce a lo local y se deja de
lado al verdadero poder que es mundial.
Los
Estados particulares acaban como el chivo expiatorio de, por ejemplo,
los derechos humanos, dejando beatificados el capital transnacional y
el mercado mundial, siendo estos, en realidad, las verdaderas amenazas
a la humanidad y la naturaleza. Hay que recordar que el mayo francés
–más allá de la gesta revolucionaria que ha significado– es también
provocado por la CIA contra el presidente de Gaulle, por haber
solicitado la conversión de sus reservas de dólares en oro, poniendo en
evidencia que el patrón dólar permitía un endeudamiento irracional de
la economía gringa a expensas de todo el mundo. Detrás del mayo francés
había también un propósito encubierto: subsumir toda crítica a la
hegemonía del dólar y a los valores que representa como aceptación
tácita de su inevitabilidad, es decir, diseminar toda posición
emancipatoria en cuanto particularización de la lucha popular; por eso
no es casual la promoción que el posmodernismo francés recibe de los
poderes fácticos. La nueva filosofía del llamado “mundo libre” puede
criticar todas las grandes narrativas, siempre y cuando respete la
supra-narrativa del “mundo libre”.
Frente
al poder imperial, aun en su plena e implosiva decadencia, los pueblos
no pueden liberarse si no desatan las cadenas supra-nacionales que
ahora anteponen una sistemática demolición controlada (al modo del
atentado a las torres gemelas) de las soberanías estatales, dejando a
los pueblos sin base nacional y a las puertas de la desintegración
total, como ya sucedió en la ex Yugoslavia.
La
demolición estatal en toda la periferia es lo que queda después del
fracaso de las formas jurídicas liberales incluso en el centro. Si hay
algo en el brexit que nos pueda servir de advertencia, es el advertir
cómo las prerrogativas de un poder supra-nacional, como es la troika
(el FMI, el Banco Central Europeo y el Consejo Europeo), acabó
subsumiendo soberanías nacionales como tributo obligado a la
globalización neoliberal. Por eso el conflicto actual, incluso en USA,
se da entre nacionalistas y globalistas (haciendo anacrónico el clásico
antagonismo derecha-izquierda). Si el Imperio ya no puede reponer el
mundo unipolar y el actual desorden tripolar no se explicita en una
nueva fisonomía global, no es sólo por la caducidad hegemónica de la
narrativa moderno-occidental y la reafirmación desarrollista de una
economía del crecimiento, sino también por la ausencia, de parte del
Sur global, de una liberación explícita de aquella narrativa, que ha
naturalizado sus valores en el propio horizonte de expectativas de los
oprimidos.
Por
eso resulta hasta problemático aferrarse a la idea de revolución
moderna para expresar lo que sugiere la idea del “retorno”. Si la
revolución no se expresa como “restauración” entonces caemos en la
fatalidad progresiva de la temporalidad lineal moderna y la recaída en
lo mismo que se pretende superar, esto es, el capitalismo (como la
expresión económico-política más acabada de la modernidad). Sólo el
descentramiento epistémico de la narrativa imperante es condición de
superación de la “consciencia satelital periférica” del Sur global.
Esto
también pasa por la resignificación del concepto de nación como
sustrato material de la transformación de la idea del Estado
moderno-liberal-colonial. Hegel pretendió superar el Estado particular
concibiendo un Estado universal con-arreglo-a-la-razón; pero una vez
descubierto el provincianismo anglo-sajón de aquella auto-atribuida
razón universal, se nos abre la posibilidad de pensar un nuevo concepto
de Estado con-arreglo-a-la-vida, como la fuente universal de todo
proyecto vital, y que la “forma comunidad” ha insistido siempre
históricamente.
Por
eso, la defensa de nuestros Estados no significa una afirmación del
Estado moderno sino su transformación en torno a la recuperación de la
materialidad que hace posible a todo Estado; de modo que éste objetive
y realice la eticidad propia de nuestros pueblos y el horizonte utópico
que contienen como lo diferido históricamente. Por ello, efectuando el
factor des-colonial, lo nacional sólo puede reconstituirse desde lo
históricamente negado por el concepto de Estado-nación. “La patria es
el Otro” quiere decir que, desde la negatividad absoluta (de quienes
han padecido la imposición del Estado-nación), es desde donde surge el
contenido material, es decir, real, de lo que podría ser una verdadera
nación.
Ahora
bien, un “horizonte plurinacional” actúa como criterio des-colonial que
insiste en la recuperación no sólo de soberanía estatal sino de la
necesaria base democrático-plural de toda concurrencia política que se
propone un proyecto de vida común. La superación del Estado
moderno-liberal-colonial no es un simple cambio de nombre o de actores
sino de una sistemática descolonización como desmontaje de sus
contenidos últimos. Por eso es también un desmontaje, ya no sólo de lo
institucional o simbólico, sino de la propia subjetividad como
correspondencia de la objetividad reinante; porque si la condición
racional de toda legitimidad consiste en el acto originario
intersubjetivo que una comunidad política realiza para proponerse un
proyecto de vida común, esta legitimidad sólo puede ser de carácter
horizontal. Si la nación es, en definitiva, un proyecto político, es
porque esto se produce desde aquél acto intersubjetivo que se produce
históricamente y adonde concurren las subjetividades para proponerse un
proyecto valido para todos. Esta es la base plural democrática que se
produce “desde abajo”, para producir ideología nacional como base de
una verdadera política de Estado.
No
hay ningún Estado de una sola nación, lo cual no significa la
disolución pluralista de toda unidad posible, sino la constatación de
que toda legitimidad sólo es posible desde la concurrencia plural como
base democrático-popular de todo proyecto estatal. Frente a la crítica
liberal que confunde la base democrático-plural con el pluralismo
infinito, hay que decir que es, más bien, el liberalismo el que nos
conduce a la “mala infinitud”, Hegel dixit; porque el liberalismo parte
del individuo metafísico y termina afirmando –como lo haría el
neoliberalismo, en boca de Margaret Thatcher– que “no hay sociedad,
sólo individuos” (la forma sociedad es la formalización de una
concurrencia de intereses particulares contrapuestos pues, en
definitiva, todos buscan su propio provecho y utilidad, objetivado en
la ganancia acumulativa como fin último, siendo esto lo potencial
disolutivo de toda pretendida unidad).
Por
eso no es lo plurinacional lo que promueve una disolución nacional sino
el Estado liberal, pues la consistencia que produce es tan frágil que,
en menos de tres siglos, se puede ver que hasta en Europa y USA se
desata una crisis de identidad nacional que nos muestra “Estados
aparentes” que implosionan ante la decadencia del orden unipolar y la
globalización. La unidad de los Estados centrales sólo fue posible por
un bienestar producido gracias a la explotación y dominación de los
recursos del tercer mundo; por eso el Estado moderno-liberal no es
resultado de una emancipación sino de una sistemática subvención que la
periferia mundial realiza como transferencia de valor al primer mundo;
la dinámica centro-periferia sólo es posible gracias a una relación
inversamente proporcional que realiza el sistema-mundo-moderno-colonial:
la plus-valorización del centro es producto de la desvalorización
constante de la periferia y de sus propias expectativas. El primer
mundo y el orden unipolar dependen de esa injusta y desigual estructura
mundial.
Por
eso la transición civilizatoria actual precisa de un horizonte
alternativo más allá de los mitos y prejuicios modernos que han
encapsulado a la humanidad en un encierro laberíntico que encierra sus
opciones en un fatalista “eterno retorno de lo mismo”. En esos
términos, pensar una geopolítica post-occidental pasa por darle
direccionalidad propositiva –desde sus propias utopías– a la
insurgencia más autentica que ha pervivido por cinco siglos, para
enseñarle a la humanidad lo perverso del proyecto moderno. Gracias a
los pueblos indígenas es que podemos desmitificar las expectativas
modernas y mostrarlas como lo que son: la destrucción sistemática de la
vida. Por eso en su grito se compromete la naturaleza misma (la Madre
resguarda la lucha de sus hijos), porque ese grito es expresión de la
vida misma que clama por una restauración de carácter universal.
La Paz, Bolivia, 15 de agosto del 2019
Rafael Bautista S.
autor de: “El tablero del siglo XXI.
Geopolítica des-colonial de un orden
global post-occidental”,
de próxima aparición.
Dirige “el taller de la descolonización”
rafaelcorso@yahoo.com