BOLIVIA: “A CONFESIÓN DE GOLPE, RELEVO DE FASE”
BOLIVIA: “A CONFESIÓN DE GOLPE, RELEVO DE FASE”
Por Rafael Bautista S.
En febrero del
2002, al día siguiente de consumado el golpe contra el gobierno
democrático del presidente Hugo Chávez, la irrefrenable
lengua de los torpes golpistas revelaron –de modo arrogante y
ufano y en cadena televisiva nacional– cómo se
urdió el golpe, cómo se manipuló a la
opinión pública y cómo se cooptó a la
cúpula militar. Eso les costó la indignación
pública (la derrota del golpe ya estaba anunciada por esa
flagrante imprudencia). Del mismo modo y, como si de una
maldición se tratara, la lengua suelta de los protagonistas del
golpe en Bolivia, tampoco tardaron en delatarse y, de la propia boca
del cívico Camacho –uno de los principales
instigadores–, se pudo conocer (en un video recientemente hecho
público) la mediación que hicieron su propio padre y el
actual ministro de defensa para prácticamente comprar a la
jerarquía policial y militar.
Todavía los
incautos y los necios apologistas de una apócrifa
“sucesión constitucional”, se resisten a admitir lo
que señala la declaración del cívico: la calculada
premeditación de un operativo cívico-policial-militar que
tenía por fin la alteración definitiva del proceso
democrático en Bolivia. A los académicos que aún
se amparan en definiciones de manualitos polvorientos, para seguir en
su patológica negación de que hubo un golpe, hay que
recordarles que, si la realidad nunca está quieta, tampoco los
conceptos pueden estancarse en definiciones sin vigencia actual.
Para estar a la
altura de la crítica situación presente, la teoría
no puede remitirse a una descripción de un mundo ya inexistente,
sino que precisa una crítica transformación actualizada
de sus contenidos. El golpe en Bolivia ha puesto en crisis al
análisis político que persiste en moldear la realidad a
estructuras teóricas que ya no tienen ninguna pertinencia; estos
analistas, además “autonombrados críticos”
sólo se remiten, para beneficio de la narrativa imperial, en
repetir sus prejuicios coloniales de clase como única
hermenéutica. Por eso el Imperio hasta puede prescindir de ellos
y poner en boca de improvisados periodistas (de la
press-titución) la imagen de realidad que se quiere promover.
El análisis
que se hace en los think tanks de Washington, aventaja demasiado a la
casi inexistente reflexión política y geopolítica
de nuestros países; y la prueba de ello es que, fruto del
concepto de guerras de cuarta y quinta generación (donde ya
ingresa la importancia estratégica de la inteligencia
artificial), es que se concibe una necesaria reconceptualización
de lo que es un golpe geopolítico. Un ejemplo de ello es, por
ejemplo, el concepto de “golpe suave”. En la actual
decadencia de la hegemonía imperial, los medios de
restauración del poder estratégico, han renovado y
complejizado sus posibilidades operativas de injerencia extensiva; esto
quiere decir que: un golpe es más golpe cuanto menos golpe
parece (en el mundo de la posverdad, su éxito depende del mejor
camuflaje que pueda adoptar).
El cívico
Camacho vendió la idea de que fue Cristo, cuando supuestamente
ingresó a palacio de gobierno, quien sacó a Evo del
poder; es más, hasta llegó a afirmar en medios nacionales
e internacionales, que “fue un milagro” que, en menos de
quince minutos, después de ingresar la Biblia a palacio, Evo
renunciara. Todos los apologistas del ficcionado relato de la
“revolución de las pititas”, jamás se
pusieron a tematizar el simbolismo teológico de
dominación que representaba esa teatralización
evangélica. No fue ningún milagro, sino que todo estaba
planeado; con Camacho regresaba el golpe cívico-prefectural del
2008, el rechazo a la Constitución, la oferta fascista de que
Goni gobierne desde Santa Cruz, es decir, la respuesta
oligárquica a la insurrección popular del 2003. La
llegada de Camacho a La Paz era la señal para el amotinamiento
policial y la apostasía constitucional del ejército (el
gobierno estaba cercado, no darse cuenta de ello ya no era ingenuidad
sino traición interna).
Como en todo
melodrama, no es la escenografía la que determina la trama sino
el guion, que define además las formas a adoptar: no fueron las
“pititas”, ni los vecinos, ni la movilización
citadina y menos el pueblo, el autor de una supuesta
“revolución pacífica”. Todo ello no fue sino
la escenografía funcionalizada para legitimar un golpe
orquestado bajo fisonomía supuestamente democrática. A
eso se le llama “golpe suave” y, si los militares no toman
fácticamente el poder, sí constituyen el factor decisivo
para dejar completamente vulnerable al poder político.
Si ejército
y policía hubiesen actuado honrando su juramento a la
constitución y a la patria, su deber consistía
básicamente en oponerse a cualquier alteración del orden
constitucional. Pero, para que militares y policías tengan un
argumento que les haga sostener que la interrupción misma de
este orden significaba su defensa, hacía falta el relato del
“fraude”. Y eso era lo que todo análisis serio
debía desentrañar, más allá de las
irreflexivas declaraciones de Camacho. ¿Quiénes
tenían el poder para montar el relato del “fraude”?
¿Quiénes se beneficiaban de ese relato?
Si el
cívico tiene el desparpajo de evidenciarse ante cámaras,
lo hace porque es un simple peón que, por arrogancia o
imprudencia, desea aparecer, en sus cinco minutos de fama, como el
adalid de la supuesta “recuperación
democrática”. Pero detrás de Camacho hay un poder
mucho más inteligente, que actúa siempre detrás de
cualquier pantomima pendenciera. Siendo peones todos los que ahora son
colocados en el poder político, no hacen más que obedecer
un guion impuesto, incluso saliéndose de éste, pues
quienes manejan los hilos del asunto saben cuándo y cómo
deshacerse de las fichas prescindibles.
Porque en los
entramados del poder oculto, nunca hay nada comprometedor, por eso
acuden y se sirven de peones que, por cinco minutos de fama,
serán los únicos señalizados por la opinión
pública. En la estructura del poder oculto nadie puede ser
incriminado, porque todo puede negarse de modo plausible; por eso,
sólo en el núcleo más profundo se entretejen las
relaciones más comprometedoras, que consiste en la
negociación de fuertes intereses (que tienen todos los medios
posibles que sus ambiciones precisan), los cuales calculan costos y
hasta muertes para que ganen a cualquier precio, y que nadie pueda
acusarles de nada. Eso sólo es posible con un golpe de Estado.
La
cooptación de la clase media urbana, como contingente decisivo
de movilización derechista, viene de antes. Sin ir demasiado
lejos, podemos consignar al 21-F como el operativo activador de un
desacuerdo convertido crecientemente en odio manifiesto. Pero, para
entender este odio desatado, por mediación hasta religiosa, que
sacó lo peor de una sociedad urbana fundada en la desigualdad,
hay que superar la mera descripción del racismo como una
discriminación más.
El por qué
las discriminaciones actuales se hacen tan inhumanas, sólo se
explica a partir de desentrañar el hecho de que la
clasificación social presupone una anterior y fundante
clasificación racializada. Eso es lo decisivo. Porque,
sólo en ese sentido, se puede comprender el racismo como el mito
fundacional de la modernidad, en cuanto proyecto civilizatorio. Esto
quiere decir que, sin racismo no hay sociedad moderna y tampoco
capitalismo:
Del mismo modo
como la acumulación originaria presupone una acumulación
pre-originaria, a la división internacional del trabajo le
presupone una clasificación antropológica de la humanidad
(superior-inferior, civilizado-bárbaro, centro-periferia,
desarrollo-subdesarrollo, etc.). Para que haya la transición de
dinero a capital, primero debe haber robo de trabajo humano y, para
justificar este robo, debe negarse la humanidad de las víctimas
de ese robo. En ese sentido, la inferiorización del indio (como
la primera negación de la humanidad de las víctimas del
mundo moderno que nacía en la conquista del Nuevo Mundo) es
fundamental para que la apropiación o robo del trabajo ajeno
aparezca como algo “justo”, amparado por la ley y el
derecho.
De ese modo, la
clasificación social sólo se sostiene por una
deshumanización previa que naturaliza la desigualdad como orden
cultural, político, económico y social; porque es
previamente un orden antropológico. Ese es el pecado original de
este mundo y no la desobediencia o rebelión a un orden
presuntamente natural, pero que fue históricamente impuesto
desde 1492. La desobediencia a este orden (fundado en la desigualdad
humana) es más bien –para que se anoticien los
evangélicos– la anticipación mesiánica, o
sea, la buena nueva del “Reino de los cielos”. Lo que
Camacho y la autoproclamada, hacen ingresar a palacio, no es el
“amor” o la “democracia”; lo que hacen, desde
el balcón de palacio, es llamar a la aniquilación de toda
desobediencia a ese orden –fundado en la desigualdad
humana– que consideran ya no sólo natural sino hasta
divino.
Es lo que la
teología cristiano-sionista imprime ideológicamente en el
nuevo evangelismo made in USA, y es sumamente eficaz porque guarda
correspondencia con el sistema de creencias del individuo moderno
–y en proceso de modernización– que subjetiva muy
bien el mundo valórico del capitalismo, que no es otro sino el
impuesto por el mundo moderno, naturalizado como idolatría
social o religiosidad mercantil.
Desde el 21-F se
fueron magnificando ostensiblemente, gracias a los medios, las
incongruencias de un gobierno que despotricaba con su antimperialismo
mientras gozaba de una internacionalmente alabada estabilidad y
crecimiento económicos. Se trataba de un discutible pero
innegable éxito económico. Pero esto no caló en el
imaginario social urbano, sino que empezó a pesar más la
animadversión generada por una sistemática propaganda
anti-Evo (y todo lo que él representaba). Una
“revolución de colores” (como la que
diseñó el Imperio para el Medio Oriente ampliado y se
vendió al mundo como la “primavera árabe”) se
hallaba en curso, protagonizada por organizaciones paramilitares
juveniles, comités cívicos y universitarios alineados al
discurso derechista, al compás de la narrativa mitológica
imperial de “defensa de la democracia”, los “derechos
humanos” y la “libertad de expresión”. El
discurso oligárquico, sobre todo camba, fue
empoderándose, gracias a la funcionalización del racismo
urbano como colchón de legitimación de la
ideología señorialista de toda la oligarquía
boliviana.
Eso se nota en el
miedo actual de los barrios ricos a toda presencia popular (por eso el
discurso mediático, como portavoz oficial del golpe, necesita
deshumanizar al pueblo, para lavar toda culpabilidad, por ejemplo, de
la masacre de Senkata: el uso de la gasolina manchada de sangre ya no
traía problemas de conciencia, porque los muertos no eran seres
humanos sino “vándalos”, “dementes”,
“kleferos”, es decir, los mismos argumentos que usó
el último gobierno neoliberal de Goni contra aquellos gracias a
los cuales hoy tienen las ciudades gas domiciliario).
El miedo al indio
convertido en bloque revolucionario es lo que activa la memoria del
cerco indígena a La Paz, en el siglo XVIII. El descuartizamiento
de Tupac Katari es lo que cala hondo no sólo en la memoria
popular sino también en el otro lado, como miedo transformado en
odio a la presencia acechante de la memoria de las víctimas. Lo
que se ha actualizado con este odio centenario es una dialéctica
maldita: quien le cierra las puertas a la solución
pacífica, le abre inevitablemente las puertas a la
resolución violenta. Por eso el miedo debe transformarse en
odio, para justificar la aniquilación de las víctimas
convertidas, como en la Conquista, en “inferiores” y no
humanos.
Por eso la
ideología señorial es fascista y siempre será
golpista y antidemocrática. Por eso Senkata bajó a La Paz
con sus muertos, para echarle en cara a la sociedad urbana todos los
ancestros que encarnaban los muertos actuales como un rotundo
testimonio ante la historia: la reposición señorialista
siempre significó el genocidio del otro, del que hace posible
hasta la vida de la ciudad, del indio.
El miedo al indio
convertido en multitud fue lo que desencadenó, desde el 21-F, la
denuncia a la supuesta “eternización” del indio en
el poder. Porque el único negocio estable en la Bolivia
oligárquica ha sido siempre la subordinación del indio;
la oligarquía puede negociar todo, pero jamás, y bajo
ningún motivo o circunstancia, negociará su juramento de
superioridad ante el indio. Eso es innegociable para ella, porque eso
es precisamente condición de su presunta superioridad.
Pero ahora ya no
sólo para la oligarquía señorial sino, por
adoctrinamiento pedagógico y cultural, hasta para las clases
subalternas que, en su posible ascenso social, sólo ven como
única garantía de aquello, la obligada
subordinación del indio. Lo que le dijo Felipe Quispe, el
Mallku, a la reportera Amalia Pando (que, junto con la actual ministra
de comunicaciones, fueron diseminadoras de ese odio) es la
síntesis de este mal-estar cultural:
- ¿Por qué se alza en armas?
- Porque no quiero que mi hija acabe siendo su sirvienta.
La legitimidad
inicial del gobierno fue menguando sistemáticamente, produciendo
una transferencia de ésta a una derecha que iba empoderando en
la sociedad la opción fascista. Pues no se trataba ya de un
desacuerdo político sino de una declaratoria de guerra que
atrincheró en Santa Cruz al regionalismo más acabado y,
desde allí, se orquestó la recaptura del poder
político en connivencia con los intereses imperiales.
El gobierno de Evo
fue demasiado ingenuo o, como ya se sospecha, preso de una arrogante
infalibilidad del entorno blancoide o q’ara. Nadie pareció
aprender nada del fracaso del socialismo democrático de Allende
al confiar en el supuesto espíritu constitucionalista de las
FF.AA. Éstas en Bolivia siempre tuvieron tradición
golpista, además de una estructura racista que nunca fue
debidamente desmantelada; lo que debía de ser motivo suficiente
de cambios estructurales, como fue aquella propuesta aplazada (y
archivada por la jerarquía miliar) de descolonización de
las FF.AA. –que propusieron además las clases subalternas
del ejército– nunca tuvo el decisivo apoyo gubernamental.
Lo mismo sucedía en la policía.
El racismo no es
una discriminación más sino el articulador y
estructurador de la sostenibilidad de una clasificación social
que hace posible al poder oligárquico. Eso también se
halla en el fondo del regionalismo camba, que se activó
sañudamente una vez que el gobierno posibilitó la
migración de población campesina del occidente a las
tierras de Santa Cruz. Todo se estaba orquestando, reavivando el
racismo citadino, y el gobierno miraba de palco cómo
crecía una oposición que acopiaba los mejores argumentos
que le brindaba una propaganda, sistemáticamente desplegada en
medios y redes sociales, para atrincherarse en una oposición
absoluta a todo lo que significaba gubernamental.
La
magnificación de los desaciertos del gobierno desencadenó
hasta en un señalamiento maniqueo que significaba la muerte
civil a todo simpatizante del gobierno. Al modo nazi, se venía
instaurando una kristalnacht como preludio de una vociferada
“solución final”. Pero, curiosamente, todo ello
supuso siempre una complicidad interna que tenía como fin,
horadar sistemáticamente la legitimidad del gobierno para
transferirla a una derecha que, sin casi ningún merecimiento, se
veía empoderada por un creciente contingente electoral que le
daba esperanzas de un triunfo electoral. Pero las encuestas previas a
las elecciones no pintaban el mejor escenario para la derecha,
así que era preciso montar el relato del “fraude”
(lo cual era lo más admisible, dado el desprestigio
–también sistemáticamente magnificado– del
Tribunal Electoral).
En esta creciente
desestabilización es que la injerencia imperial encuentra el
mejor escenario para orquestar definitivamente una recaptura
geoestratégica de Sudamérica. Después del fracaso
en Venezuela y Nicaragua, intensificar la desestabilización en
Bolivia se constituía en asunto de mayor importancia para la
reposición de la hegemonía imperial. No sólo
porque el éxito económico de la Bolivia antimperialista
constituía un mal ejemplo, sino porque nuestro país
apostaba por ser el corredor geoestratégico de unión
comercial entre Brasil y China –originando un desacoplamiento de
la geoeconomía del dólar–, es que USA pone en
movimiento su geopolítica de implantación del “caos
indefinido”. A lo cual hay que añadir que, con la
inevitable transición mundial hacia la locomoción
eléctrica, la reposición de la hegemonía imperial
tiene, a nuestros yacimientos de litio, como el mejor recurso
estratégico para dominar y controlar esa transición
global. Por eso Bolivia podía haberse constituido en pieza clave
del nuevo orden mundial multipolar, hasta que sucede el golpe…
En realidad, el
verdadero “gobierno de transición” era el de Evo.
Eso es lo que nadie entendió, ni siquiera el propio
“gobierno del cambio”. El verdadero cambio requería
una previa transición que tuviera como fin hacer de Bolivia una
potencia económica. Sólo en esas condiciones podía
nuestro país tener un manifiesto impacto en la transición
civilizatoria global del siglo XXI. Ni siquiera los indianistas o
kataristas entendieron eso, menos la izquierda fundamentalista; por eso
nunca se propusieron disputarle a la derecha la transferencia de
legitimidad que iba cediendo el gobierno, sino que se dedicaron a ver
de palco también como se iba diluyendo el horizonte
plurinacional, sin darse cuenta que, con ello, se iba perdiendo la
propia posibilidad de realización de un proyecto verdaderamente
nacional-indígena-popular.
Ahora que se
encuentran superados por la coyuntura, no saben qué decir ante
una situación de franca imposibilidad democrática. Por
eso la verdadera crítica no se hace nunca contra la
revolución, sino con ella y desde ella. Jamás debieron
haber confundido, como lo hizo la derecha y hasta el círculo
blancoide gubernamental, creer que el gobierno del MAS era el
“proceso de cambio”.
Por eso hasta la
izquierda opositora quedo funcionalizada por la insurrección
oligárquica fascista y pudo hasta reclutar a ex defensores de
derechos humanos para defender un golpe y una dictadura en ciernes. No
en vano ya nos advirtió René Zavaleta: todos regresan
inevitablemente a su origen de clase. Con semejante convocatoria
señorialista, orquestar el relato del “fraude” ya no
era nada difícil en una sociedad que estaba dispuesta a creerlo
todo, como que Evo tenía cuentas personales en el Banco del
Vaticano o que los cocaleros del Chapare tenían un
ejército narcoterrorista propio (la masacre en Sacaba
desmintió por completo esa leyenda urbana).
El éxito y
la eficiencia de ese tipo de propaganda basado en las fake-news del
mundo de la posverdad, es algo que no ha merecido ningún serio
tratamiento por el análisis político y que constituye un
verdadero caballo de Troya en la opinión pública. En
Bolivia, la activación de las fake-news encontró, en el
racismo citadino, el recipiente ideal para vaciar en éste un
bombardeo sistemático de calumnias, mentiras e infamias que
terminaron por contaminar e intoxicar completamente la discusión
política (esto se ve claramente en las redes sociales). Nunca,
como hoy, la discusión política se ha vuelto un literal
aniquilamiento mutuo.
Por eso la apuesta
fascista se fue haciendo apetecible, porque la aniquilación del
otro se fue justificando con el recurso maniqueo de la lucha del bien
contra el mal. Y eso es lo que vimos en las vísperas y en la
ejecución del golpe. Todo eso jamás estuvo en la
ponderación de los supuestos “críticos” del
MAS que, ni siquiera por prudencia, marcaron distancia con esta
presencia fascista en la movilización pre y post electoral (aun
hoy en día dan serias muestras de ceguera interpretativa de la
realidad política).
Por eso no saben
qué decir ante las insensatas declaraciones de Camacho; pues
tendrían que hacerse la autocrítica y admitir que
actuaron de tontos útiles y algunos hasta de cómplices
comedidos del golpe. Y tendrían que reconocer que el relato del
“fraude” fue promovido por los operadores golpistas
bolivianos en Miami y Washington y no fue nunca una constatación
fáctica (la misma suspensión del TREP fue producto de un
hackeo, como ya lo afirman centros de investigaciones, hasta en USA, y
que piden a la OEA una pública retractación de un informe
además demasiado ambiguo); quienes además cabildearon con
congresistas republicanos como Marco Rubio, Bob Menendez, Ted Cruz,
como se demuestra en develaciones que se hace desde USA, los cuales
sirvieron de nexo final con el ala radical de los halcones straussianos
injertados en el régimen de Trump. Eso explica la
elección de bravucones envalentonados para conformar el gobierno
de facto que, en la actual confrontación con Argentina,
México y España, sólo dan muestras de supina
ignorancia en materia diplomática. Lo cual significa ya, con la
expulsión de personal diplomático de España y
México, la aplicación de la fase amplificada del golpe.
El plan en ciernes
que piensan implementar en la región apunta a la
producción de Estados fallidos, o sea, la demolición
sistemática de procesos democráticos sin
resolución posible; por eso se provoca en Bolivia un
aislacionismo premeditado por la confrontación
diplomática hasta multilateral. Si todo este gobierno de facto
se encamina a desmantelar todas las conquistas sociales y populares, y
terminar con la soberanía nacional, entonces, inevitablemente,
por la respuesta y resistencia popular, se provocará un Estado
fallido al borde de la guerra civil, y esa sería razón
suficiente para una intervención que propicie USA hasta con
algún país vecino servil a sus intereses, justo como se
pretendía hacer con Venezuela.
Por eso
también, creer que este gobierno de facto garantizará
elecciones limpias, es creer en un cuento de hadas contado por
Hollywood. El Imperio está en desplome vertical y como ya
advirtieron los halcones: “si caemos, haremos todo lo posible
para que el mundo entero caiga con nosotros”. Por eso la apuesta
no es ni siquiera mantener gobiernos títeres. Si ya no les sirve
algún peón lengua suelta o un expresidente vacilante, o
un gobierno ineficaz a la Guaidog, no les importará en lo
más mínimo la remoción hasta fratricida del poder.
Hace rato que las formas educadas y diplomáticas han
desaparecido de la política exterior del Imperio.
Lo único
que aún le da cierto margen de acción a
Latinoamérica es la grave crisis interna, al borde de la guerra
civil, que no se dice, pero que el régimen Trump y el
radicalismo WASP han desatado en el propio corazón de USA (los
llamados “cinturón bíblico” y
“cinturón industrial”). Con la probable ruptura de
relaciones diplomáticas de Bolivia con varios países de
la región, el plan del Medio Oriente ampliado transferido al
Arco sudamericano, cobra una fisonomía sumamente peligrosa: la
beligerancia diplomática como abono de una
desestabilización continental, como antesala de la
diseminación de “caos indefinido”, o sea, la
implantación de la doctrina “core and the gap”.
Esta doctrina fue
concebida por el secretario de Estado del régimen Bush, Donald
Rumsfeld y su consejero, el almirante Arthur Cebrowski (a partir de la
“nueva gran estrategia” del nuevo mapa del Pentágono
para el siglo XXI, expuesto por Thomas Barnett, en 2004); y consiste en
dividir al mundo en dos ámbitos, en un escenario post-imperial:
el mundo del orden, donde las potencias sobrevivientes puedan hacer
negocios, y el mundo del caos, sumido en un infierno indefinido, donde
USA se asume como el único administrador de un mundo secuestrado
y bajo chantaje continuo.
Se trata de un
apocalipsis implantado que requiere, por eso, la narrativa
cristiano-sionista para generar una resignada aceptación global,
sobre todo en el mundo del orden; donde la sociedad que imaginaba
George Orwell se haga la única realidad: el panóptico
global. Por eso hay que leer al revés la propaganda imperial:
cuando denuncia “totalitarismo”,
“autoritarismo”, “violación de los derechos
humanos”, de “la libertad de expresión”, de
“la democracia”, etc., se retrata a sí mismo y lo
que pretende implantar de modo absoluto y definitivo; como lo que,
precisamente, está ocurriendo en Bolivia.
El probable
“infierno” a producirse en el Sur, requiere de una nueva
hermenéutica, porque ya no se trata de un concepto
teológico, sino que ahora actúa como una categoría
geopolítica. Saber a lo que verdaderamente nos estamos
enfrentando y cómo podríamos revertir una
situación extendida a todo el continente, precisa que los
pueblos vecinos no vean al golpe orquestado en Bolivia como algo
particular sino como la irradiación estratégica de la
geopolítica imperial de sobrevivencia ante las nuevas
superpotencias emergentes.
Todo lo
presenciado en Medio Oriente pretende transferirse a Sudamérica.
Que Bolivia sea centro de esta apuesta imperial no es casual; porque
Bolivia es la política: lo que en otras latitudes sucede de modo
superficial aquí sucede de modo esencial. Si la
revolución democrático-cultural se originó con la
“guerra del gas” en El Alto; ahora, otra vez, El Alto,
Senkata, le ha puesto nombre a una nueva revolución de alcances
continentales: la “guerra del litio”.
Por eso el Imperio
puede calcular todo, menos el factor decisivo en toda lucha, el factor
pueblo. Esto es lo imposible de cálculo, porque la vida es
incalculable e innegociable y un pueblo, en tanto que pueblo, es
siempre portavoz de la vida toda. Por eso el actual repliegue
táctico popular no es ninguna capitulación, sino
acumulación de memoria histórica. El pueblo vuelve a ser
comunidad y, desde allí, es que puede definir el presente y
redimir toda la historia hecha actualidad y hasta restaurar sus
horizontes negados y excluidos. Esa capacidad es exclusiva del
“pueblo en tanto que pueblo”, del pueblo como “resto
crítico”. Ese es el “resto” que el Dios de la
vida escoge como “Su pueblo”: “porque escogió
Dios a los humildes para vencer a los poderosos”. Y los poderosos
son los que ahora constituyen Imperio y tienen, a los poderes
fácticos, como institucionalidad mundial al servicio de la marca
de la Bestia: el dólar.
La Paz, Chuquiago Marka, Bolivia, 30 de diciembre de 2019
Rafael Bautista S.
autor de: “El tablero del siglo XXI:
geopolítica des-colonial de
un nuevo orden post-occidental”.
yo soy si Tú eres ediciones, 2019
Dirige “el taller de la descolonización”
rafaelcorso@yahoo.com